August 6, 2021

Cristo, la piedra angular

La Santísima Trinidad está presente en la Transfiguración del Señor

Archbishop Charles C. Thompson

“Apareció una nube luminosa que los envolvió, de la cual salió una voz que dijo: ‘Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él. ¡Escúchenlo!’ ” (Antífona de entrada para la fiesta de la Transfiguración del Señor, cf. Mt 17:5)

Hoy, viernes 6 de agosto, nuestra Iglesia celebra la fiesta de la Transfiguración del Señor. En este día, los apóstoles Pedro, Santiago y Juan presenciaron la plenitud de nuestro Dios Trino—Padre, Hijo y Espíritu Santo—al ser testigos de la manifestación de la gloria de Jesús en el Monte Tabor.

Tal como leemos en el Evangelio de hoy (Mc 9:2-10), Jesús “se transfiguró en presencia de ellos. Su ropa se volvió de un blanco resplandeciente como nadie en el mundo podría blanquearla. Y se les aparecieron Elías y Moisés, los cuales conversaban con Jesús” (Mc 9:2-4). Los Apóstoles estaban acostumbrados a ver que Jesús realizaba milagros sorprendentes. Pero nunca antes Pedro, Santiago o Juan habían sido testigos de su completo cambio de apariencia de hombre de carne y hueso a lo que parecía ser un ser puramente espiritual.

Los tres evangelios sinópticos recogen esta increíble epifanía (Mt 17:2-5, Mc 9:2-3 y Lc 9:28-36). Debe haber sido impresionante de contemplar: no solo vieron a Jesús conversando con Moisés y Elías, dos de las figuras más importantes del Antiguo Testamento, que representaban la Ley y los Profetas, sino que, según relatan los evangelistas, la Santísima Trinidad se manifestó claramente en este acontecimiento sagrado. El

Espíritu Santo apareció en una nube; se oyó la voz del Padre; y Jesús, fue visto como el Hijo Divino que agrada a su Padre. No es de extrañar que los tres apóstoles estuvieran aterrorizados; no es de extrañar que Pedro pidiera a Jesús que les permitiera inmortalizar este momento construyendo tres santuarios: “uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías” (Mc 9:5).

La primera lectura de la misa de hoy (Dn 7:9-10, 13-14) narra la visión del profeta Daniel que prefigura la Transfiguración del Señor:

“En esa visión nocturna, vi que alguien con aspecto humano venía entre las nubes del cielo. Se acercó al venerable Anciano y fue llevado a su presencia, y se le dio autoridad, poder y majestad. ¡Todos los pueblos, naciones y lenguas lo adoraron! ¡Su dominio es un dominio eterno, que no pasará, y su reino jamás será destruido!” (Dn 7:13-14)

Ese “alguien con aspecto humano” que esperaba el pueblo de Israel iba a ser un gobernante glorioso y todopoderoso cuyo reino no tendría fin. La Transfiguración del Señor revela que Jesús es ese Mesías tan esperado, pero con una diferencia. Como quedaría claro en el momento de su pasión y muerte, el Hijo del Hombre, Jesús, no vino a reclamar una realeza terrenal. Su reinado, que es realmente eterno, es del Espíritu.

La segunda lectura de hoy, extraída de la Segunda Carta de San Pedro (2 Pe 1:16-19), da testimonio de la gloria del Señor a través de los ojos de los tres Apóstoles. “Nosotros mismos oímos esa voz que vino del cielo cuando estábamos con él en el monte santo” (2 Pe 1:18), dice Pedro. “Cuando les dimos a conocer la venida de nuestro Señor Jesucristo en todo su poder, no estábamos siguiendo sutiles cuentos supersticiosos, sino dando testimonio de su grandeza, que vimos con nuestros propios ojos” (2 Pe 1:16). La gloria de Jesús no es fruto de la fantasía ni del mito. Él es el

Camino, la Verdad y la Vida, y su reino “espiritual” es real. “Hacen bien en prestar atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en sus corazones” (2 Pe 1:19).

La Transfiguración del Señor no es un mito, sino un misterio que los tres fieles apóstoles no pudieron comprender plenamente. Por eso san Marcos informa:

“Mientras descendían ellos del monte, Jesús les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto sino cuando el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Y ellos guardaron la palabra entre sí, discutiendo qué significaría aquello de resucitar de entre los muertos” (Mc 9:9-10).

Lo que ocurrió aquel día en el monte Tabor sólo podía entenderse a la luz de la muerte y resurrección del Señor. El dominio, la gloria y la realeza se otorgan al Hijo del Hombre en previsión de su obediencia a su Padre, su amor abnegado en la

cruz y al enviar al Espíritu Santo con los dones de sabiduría y entendimiento. El impulso de Pedro de construir tres tiendas es prematuro porque aún no ha recibido el Espíritu Santo.

Pidamos a la Santísima Trinidad que nos ayude a ver la gloria del Señor que se manifiesta en nuestra vida cotidiana. Pidamos sabiduría para que podamos reconocer a Jesús como nuestro Señor y Redentor. †

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