October 25, 2019

Cristo, la piedra angular

Al igual que Jesús, imprimamos humildad a todo lo que hacemos

Archbishop Charles C. Thompson

“La verdadera humildad no es considerarse menos que los demás, sino pensar menos en sí mismo.” (C. S. Lewis)

La lectura del Evangelio de este fin de semana, el domingo número 30 del Tiempo ordinario, incluye una parábola conocida sobre dos hombres que oran.

Uno de ellos reza con orgullo y dice “¡Oh, Dios! Te doy gracias porque yo no soy como los demás: ladrones, malvados y adúlteros. Tampoco soy como ese recaudador de impuestos” (Lc 18:11). El otro “ni siquiera se atrevía a levantar la vista del suelo, sino que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador’ ” (Lc 18:13).

Jesús nos dice muy claramente que la humildad del recaudador de impuestos es sin duda preferible a la arrogancia del fariseo, un hombre recto que dice que ayuna dos veces por semana y paga el diezmo sobre todo su ingreso. “Les digo que este recaudador de impuestos volvió a casa con sus pecados perdonados; el fariseo, en cambio, no. Porque Dios humillará a quien se ensalce a sí mismo; pero ensalzará a quien se humille a sí mismo” (Lc 18:14).

La humildad es un concepto que resulta difícil para la mayoría de nosotros. Los valores de nuestra sociedad nos han enseñado a promovernos y a ensalzar nuestros talentos, a sentirnos orgullosos de todo lo que hemos logrado y a ser «justos» al ser buenos y que se nos perciba como buenos. Por supuesto que Jesús no nos dice que seamos “ladrones, malvados y adúlteros” como los pecadores públicos. ¿Por qué la humildad es muy preferible a la arrogancia?

La respuesta se encuentra en la vida y el ministerio del propio Jesús. Tal como nos lo explica el papa Francisco: “Jesús no hacía sonar una trompeta cuando sanaba a alguien, cuando predicaba o cuando realizaba milagros como la multiplicación de los panes. No, era humilde. Sencillamente lo hacía y estaba cerca del pueblo.”

Citando un cántico popular de la época, san Pablo nos dice que la humildad es la esencia del carácter de Jesús:

“Compórtense como lo hizo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina
no quiso hacer de ello ostentación, sino que se despojó de su grandeza, asumió la condición de siervo y se hizo semejante a los humanos.
Y asumida la condición humana, se rebajó a sí mismo hasta morir por obediencia, y morir en una cruz.
Por eso, Dios lo exaltó sobremanera y le otorgó el más excelso de los nombres, para que todos los seres, en el cielo, en la tierra y en los abismos, caigan de rodillas ante el nombre de Jesús, y todos proclamen que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2:5-11).

La entrega desinteresada es fundamentalmente importante para la vida cristiana. Para seguir a Jesús y servir a su pueblo, tenemos que abandonar nuestra forma de ser, reconocer nuestra condición de pecadores y nuestra insuficiencia como ministros del Evangelio para permitir que el Espíritu Santo nos llene de la fuerza para ser efectivamente testigos del poder sanador de un Dios amoroso y misericordioso.

Como el papa Francisco nos recuerda, en ninguna parte del Evangelio Jesús se exalta a sí mismo; su autoridad provenía de su humildad y no de proclamar con orgullo “yo soy el Mesías” o “yo soy el profeta.” De hecho, el Evangelio está repleto de ejemplos de los intentos de Jesús de restarle importancia a sus logros, ya sea atribuyéndoselos al Padre o al pedirles a los beneficiarios de su sanación y perdón que “no se lo contaran a nadie” (a menudo sin mucho éxito).

La docilidad y la ternura, según explica el papa Francisco, son las dos características que definían la autoridad de Cristo Jesús. Era humilde y nos desafía a todos los que deseamos ser sus discípulos, a hacer lo mismo.

La humidad es un concepto difícil para nosotros porque nos han enseñado que es algo que degrada, que de alguna forma nos desvaloriza como personas. Nada más alejado de la verdad. Con toda humildad, creemos que cada uno de nosotros está hecho a imagen y semejanza de Dios. Somos bendecidos por la gracia de Cristo quien nos libera de las ataduras del ego y nos empodera para obrar maravillas en su nombre.

La virtud de la humildad no nos minimiza sino que nos engrandece a través del reconocimiento de que Dios es la fuente de nuestra bondad, nuestra fuerza y nuestra capacidad para atender las necesidades de los demás, especialmente los pobres y los vulnerables.

Recemos para obtener la gracia de orar como el recaudador de impuestos en la parábola de Jesús: “¡Oh, Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador.” Y pidámosle a Dios que nos ayude a recordar que lo bueno que hacemos no es producto de nuestros propios esfuerzos o nuestra rectitud, sino el resultado de la gracia de Dios obrando en nuestras vidas. †

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