April 5, 2019

Cristo, la piedra angular

Aun herido por el pecado, Jesús ofrece misericordia a los pecadores

Archbishop Charles C. Thompson

“Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?” Ella le respondió: “Nadie, Señor.” “Yo tampoco te condeno,” le dijo Jesús. “Vete, no peques más en adelante” (cf. Jn 8:10-11).

La lectura del Evangelio del quinto domingo de Cuaresma (Jn 8:1-11) nos habla de todo lo que debemos saber acerca de la actitud cristiana frente a los pecadores. Primero que nada, nos recuerda que todos somos pecadores. Efectivamente, por eso Jesús les dice a los escribas y a los fariseos (y a todos nosotros): “Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra [a la mujer sorprendida en adulterio]” (Jn 8:7).

Ninguno de nosotros puede declarar que está libre de pecado, de modo que nuestras actitudes petulantes son totalmente inapropiadas. El hecho de que los escribas y los fariseos utilizaran la ley de Moisés como justificación de su deseo de condenar a la mujer es lo que lleva a Jesús a agacharse y a escribir en el suelo. ¿Qué escribió? San Juan no lo dice, pero independientemente de lo que haya sido, fue suficiente para amedrentar a los acusadores de la mujer y uno tras otro se retiraron.

A continuación, Jesús, quien ahora estaba solo con la mujer, la enfrentó al amor misericordioso de Dios. No condona su pecado ni busca minimizarlo; le dice muy claramente “vete, no peques más en adelante” (Jn 8:11). Jesús aborrece el pecado; en efecto lo hiere y, en definitiva, nuestros pecados son la causa de su muerte. Pero los pecadores son algo distinto.

“No son los sanos que tienen necesidad del médico—nos dice Jesús—sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan” (Lc 5:31-32). Todos somos pecadores; por lo tanto, Jesús nos llama a todos al arrepentimiento. Ninguno de nosotros puede darse el lujo de lanzarle piedras al otro. Nuestra obligación es reconocer y confesar nuestros pecados, y luego arrepentirnos y aceptar la misericordia y la sanación que Jesús nos ofrece, especialmente a través del sacramento de la reconciliación. El Señor nos dice a cada uno de nosotros: “vete, no peques más en adelante.”

Por supuesto, aún con las mejores intenciones del mundo, seguimos pecando aunque sea en cosas pequeñas, cuando no en grandes. Por esa razón nuestro arrepentimiento de conversión jamás puede ser una experiencia de una sola vez. Siempre tenemos a nuestra disposición la misericordia de Dios, incluso, o especialmente, cuando nos tropezamos y caemos.

Sí, nuestras acciones tienen consecuencias y tenemos la obligación de resarcirlas, pero aún incluso después de fallar repetidamente, el Señor no nos condena ni nos abandona por nuestros pecados. Nos invita a cambiar nuestro comportamiento y hacernos mejores de lo que somos.

Nuestra actitud hacia los pecadores debe ser como la de Jesús; no debemos enfrascarnos en conversaciones destructivas. (El papa Francisco ha hablado en repetidas ocasiones en contra del grave pecado del chisme). Ni tampoco debemos señalar a los demás de forma acusadora ni intentar castigarlos por sus supuestos pecados.

Las enseñanzas sociales católicas hacen énfasis en la creencia fundamental de que cada ser humano, independientemente de sus antecedentes o circunstancias, está hecho a la imagen y semejanza de Dios y, por consiguiente, merece respeto. Independientemente de la gravedad del pecado de una persona, esta sigue siendo hija de Dios y dotada de una gran dignidad. Sí, aquellos que quebrantan las leyes humanas y divinas tendrán que ser reprimidos para evitar que causen más daños o ser castigados por sus ofensas. Pero esto no nos da derecho a burlarnos de ellos, torturarlos o a poner fin a sus vidas.

Por esta razón participamos en el ministerio en las prisiones y nos oponemos a la pena capital. También es la razón por la cual nos negamos a lanzar piedras (mental o físicamente) contra los que han pecado. Dios es misericordioso con los pecadores y nosotros también debemos serlo.

Jesús no condena a los pecadores, pero tampoco condona su conducta pecaminosa. Esta distinción es críticamente importante para los cristianos ya que nos permite rechazar el pecado sin rechazarnos a nosotros mismos y a nuestros hermanos, por ser pecadores que hieren al Cuerpo de Cristo y que contribuyen a su pasión y muerte en la cruz.

Durante esta Cuaresma, nuestra iglesia está especialmente consciente de los terribles delitos que se han cometido contra muchos de los integrantes más vulnerables de nuestra comunidad. No nos atrevemos a ignorar ni a minimizar estas atrocidades y sin embargo el Evangelio nos desafía a que no caigamos en la trampa de las actitudes o las acciones rencorosas o sentenciosas.

“¿Alguien te ha condenado?” Pregunta Jesús a cada uno de nosotros. “Tampoco yo te condeno. Vete, no peques más en adelante.”

Tomemos estas palabras muy en serio. Miremos a los pecadores de la misma forma que lo hace Jesús: como hermanos y hermanas llamados al arrepentimiento, al amor y la misericordia de Dios. †

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