April 17. 2015

Alégrense en el Señor

El perdón se predica en todas las naciones, comenzando por Jerusalén

Archbishop Joseph W. TobinLa lectura del Evangelio de este tercer domingo de Pascua (Lc 24:35–48) comienza inmediatamente con la maravillosa historia de los discípulos que iban camino a Emaús y quienes encontraron a Jesús por el camino, caminaron junto con él sin saber quién era y finalmente lo reconocieron “cuando partió el pan” (Lc 24:35). Ansiosos por relatar a los otros discípulos cómo ardían sus corazones, se apresuraron a volver a Jerusalén, al lugar donde los demás discípulos estaban escondidos a puertas cerradas.

Mientras los dos discípulos “todavía estaban hablando acerca de esto,” Jesús “se puso en medio de ellos y les dijo:—La paz sea con ustedes. Aterrorizados, creyeron que veían a un espíritu” (Lc 24:36).

Jesús les asegura que no es un espíritu y para ello les enseña sus manos y sus pies, y come con ellos un trozo de pescado asado. Los discípulos “no acababan de creerlo a causa de la alegría y del asombro” (Lc 24:41). Y les repitió: “—La paz sea con ustedes.”

Jesús no es un espíritu; es un ser humano de carne y hueso de verdad que se levantó de entre los muertos. Este es uno de los grandes misterios de nuestra fe. La condición humana de Jesús no era una situación temporal; no se trataba de un holograma ni era obra de la imaginación eufórica de los discípulos.

De pie allí, delante de ellos, se encontraba el hombre al que conocían y amaban, aquel que sufrió burlas, fue azotado y crucificado, mientras la mayoría de ellos huyó y se escondió a puertas cerradas como estas. Ahora realmente se encuentra con ellos, consolándolos (“la paz sea con ustedes”), pero también los reta a aceptar que en él se han cumplido las leyes y las profecías.

“Esto es lo que está escrito—les dice el Señor resucitado a sus temerosos amigos—que el Cristo padecerá y resucitará al tercer día” (Lc 24:46).

Pero hay más, mucho más. Jesús les recuerda a los discípulos que ellos son testigos del misterio de la redención y que como tales, estarán llamados a declarar la verdad sobre el perdón de los pecados pues “en su nombre se predicarán el arrepentimiento y el perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén” (Lc 24:47).

Hace poco más de un mes estuve en Jerusalén por primera vez y durante mis columnas de la temporada de la Cuaresma compartí muchas de mis impresiones iniciales acerca de esta antigua y sagrada ciudad.

Me resulta maravilloso pensar que Jerusalén fue el lugar donde comenzó la misión evangelizadora de nuestra Iglesia. Se trata de un lugar peculiar por muchos motivos. Jerusalén, cuyo nombre significa “ciudad de la paz,” ha sido y continúa siendo todo menos una ciudad pacífica. La ciudad ha sufrido varias guerras, intolerancia religiosa y racial, hambre (tanto física como espiritual) y actos inhumanos.

Pero Jerusalén también es una ciudad sagrada, reverenciada por judíos, cristianos y musulmanes de todas partes. Hoy en día la paz no existe en Jerusalén, pero las ansias de paz son tan intensas que casi se sienten en el aire. Judíos, cristianos y musulmanes fieles a sus escrituras y a sus tradiciones comparten el mutuo deseo de alcanzar la paz (y, junto con esta, la unidad) de una forma que resulta casi palpable en Jerusalén, la ciudad de la paz.

¿Dónde podemos encontrar la paz? ¿Cómo podemos alcanzar la paz auténtica y duradera que garantiza el fin de toda la violencia y del odio, pero que abarca mucho más, incluso el reconocimiento de que todos somos hermanos, miembros de una sola familia de Dios con iguales derechos y dignidades?

Los papas recientes—Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y ahora Francisco—insisten en que la paz solo es posible a través del arrepentimiento y el perdón de los pecados. Solamente al deslastrarnos de las acciones erróneas del pasado (sin importar cuán egregias sean) y al reconocer igualdad de derechos y de responsabilidades para todos los involucrados, podremos alguna vez alcanzar la paz duradera. Solamente al reconocer que somos hermanos y hermanas (el primer paso indispensable) y posteriormente perdonarnos por los pecados que hemos cometido contra Dios y contra nosotros mismos (el segundo paso), tendremos esperanzas de encontrar la paz.

Todas las familias sufren sus dolores y sus desacuerdos; algunos de ellos son muy graves, otros destruyen familias. Solamente el arrepentimiento y el perdón pueden curar las heridas que dividen a las familias, las naciones y los grupos religiosos, raciales o étnicos. La paz es indiscutiblemente la obra de la justicia y de la caridad, pero por encima de todo es fruto del perdón genuino y sincero.

Cuando el Señor resucitado se le apareció a sus discípulos, les deseó la paz (¡dos veces!) Pero también los desafió (y a nosotros también) a hallar la paz predicando y practicando el arrepentimiento y el perdón de los pecados para todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la ciudad de la paz.

Que el Dios de la misericordia abra nuestros corazones al arrepentimiento y el perdón de los pecados durante esta temporada de la Pascua y siempre.
 

Traducido por: Daniela Guanipa

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