February 6. 2015

Alégrense en el Señor

La muerte digna es el camino de regreso a ‘la casa del Padre’

Archbishop Joseph W. TobinEl 31 de marzo de 2005 el Vaticano confirmó que el papa Juan Pablo II estaba en su hora final. Decenas de miles de personas se congregaron en la Plaza de San Pedro para orar por el papa agonizante que hoy en día es San Juan Pablo II. El sábado, 2 de abril, aproximadamente a las 3:30 de la tarde, el Santo Padre pronunció sus últimas palabras: “Déjenme ir a la casa de mi Padre.” Unas pocas horas más tarde, falleció.

El sufrimiento y la muerte del Papa fueron del total dominio público. De hecho, en el transcurso de sus 27 años de papado, el mundo entero presenció su deterioro: pasó de ser un hombre de 58 años, extremadamente activo, que gozaba de excelente salud y que fue sin lugar a dudas el papa más atlético y “en forma” de la historia moderna, a convertirse en un hombre anciano, enfermo y débil, que no podía caminar, que temblaba incontrolablemente a consecuencia de la enfermedad de Parkinson que lo aquejaba y que apenas si podía hablar.

A través de su ejemplo personal, San Juan Pablo nos enseñó el significado de entregar los dones de la juventud y de una salud vigorosa. Con el paso del tiempo, pasó a depender totalmente de los demás para atender cada una de sus necesidades humanas: no podía comer, bañarse o vestirse. Él, que había sido tan activo, tan independiente y tan fuerte, se convirtió, ante la mirada del mundo, en una persona débil, inmóvil e indefensa.

Contrastemos la historia de aceptación del sufrimiento y muerte de un hombre con las noticias de una mujer que, el pasado octubre, trasladó a su familia a Oregón para poder poner fin a su vida voluntariamente y, de esta manera, evitar el dolor y el sufrimiento de una enfermedad terminal. A esta joven se le atribuye la frase: “No existe una sola persona que me quiera que me desee más dolor y sufrimiento.” Con la ayuda de un médico, puso fin a su vida antes de que la enfermedad acabara con ella.

Cuando leemos historias como esta, nos embarga una gran tristeza. Por supuesto que es cierto que nadie que nos quiera desea que sintamos dolor y que suframos. Pero, tal como comentó recientemente el papa Francisco, debemos tener cuidado de no sucumbir a “un falso sentido de compassion.”

Si bien el papa Francisco jamás se expresaría duramente ni con reprobación de alguien que se siente tentado a acabar con su vida, nos recuerda con vehemencia que jamás podemos poner fin a una vida humana, incluso, o quizás especialmente, la propia. “Cuidado—nos exhorta el Santo Padre—porque este es un pecado contra el creador, contra Dios el creador.”

Las personas de fe creen que el sufrimiento tiene cualidades redentoras. Tan solo tenemos que ver a Cristo en la cruz para recordar que el mismo Dios eligió no evitar el doloroso sufrimiento y la humillación, sino aceptarlos … para nuestro bien.

Los cristianos creen que el sufrimiento es una ocasión de gracia, tanto para el que sufre como para los que están llamados a atenderlo.

En nuestra arquidiócesis, las Hermanitas de los Pobres nos dan un poderoso testimonio de esta convicción. La atención que dispensan a ancianos y enfermos es una proclamación silenciosa de su creencia de que “la muerte con dignidad” no procede de evitar el sufrimiento, sino de aceptarlo con humildad.

San Juan Pablo II quería demostrarnos que el proceso doloroso y a veces humillante de entregarle nuestras vidas a Dios también puede llevarnos a la redención, si asumimos nuestra cruz como Cristo lo hizo. Quería que viviéramos la verdad de que los ancianos, los enfermos y los gravemente incapacitados son hoy más importantes que nunca. No son “inútiles” o desechables. Al contrario, quería que viéramos que podemos apoyarlos y aprender de su experiencia mientras dan sus últimos pasos en el camino a la “casa del Padre.”

Algunos podrían argumentar que, hacia el final, la vida del papa ya no tenía sentido y que debieron ponerle fin por misericordia. Juan Pablo no lo habría aceptado por ningún motivo. Mediante su ejemplo nos enseñó que, independientemente de los motivos y de los métodos, la eutanasia directa siempre será moralmente inaceptable.

San Juan Pablo II sabía que a menudo las decisiones hacia el final de la vida resultan dolorosas y complicadas. La vida no debe prolongarse por medios que sean “peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados” (Catecismo de la Iglesia Católica, #2278). Con la autorización de la Iglesia, se negó a aceptar tratamientos “excesivos.” Eligió morir con dignidad, no tomando cartas en el asunto sino permitiendo que solamente Dios especificara el día y la hora.

Nuestra Iglesia tiene muchas razones para agradecerle a San Juan Pablo II, inclusive por la forma en que sufrió y murió. No nos lo mostró como algo sencillo o exento de dolor; no ocultó su frustración o hasta qué grado estaba indefenso.

En lugar de ello, nos mostró cómo un hombre asumió su cruz y siguió a Cristo. Que su testimonio no sirva de inspiración a todos. †
 

Traducido por: Daniela Guanipa

Local site Links: