April 29, 2011

Buscando la Cara del Señor

Todos compartimos la misión de difundir la Buena Nueva

La Pascua es la máxima celebración de la vida y constituye un obsequio oportuno. El mensaje de la época de Pascua siempre ha sido oportuno, pero en nuestros días podemos valorarlo aun más.

El Papa Juan Pablo II escribió recientemente una carta a los obispos de Francia en la que les hablaba de una crisis de identidad que está afectando a nuestra sociedad moderna. Es una crisis de valores y de falta de esperanza que puede observarse particularmente en Europa y también en nuestro país.

La sociedad está cada vez más dominada por el laicismo, una cultura que intencionalmente procura aislar la fe y los valores religiosos del “mundo real.” A medida que esto sucede, las sociedades tienden a proponer únicamente un tipo de vida, una vida basada en el bienestar material, incapaz de fomentar el entendimiento del verdadero significado de la vida. Los valores fundamentales necesarios para tomar decisiones libres y responsables que son la fuente de la verdadera alegría y felicidad, se encuentran ausentes.

Si tenemos la vista puesta en el significado de la vida, sabemos entonces que el objetivo se encuentra literalmente apartado de nuestra mira. La vida tal y como la conocemos es un camino hacia el Reino donde toda lágrima será enjugada. Los cristianos caminamos este sendero por la fe. Caminamos confiados con la esperanza de llegar a nuestro objetivo final ya que Jesucristo se ha convertido en el puente entre esta vida mundana y el Reino.

Si no creyéramos en la totalidad de la vida después de la muerte y si no creyéramos que Jesucristo claramente ganó este obsequio para nosotros, no valdría la pena vivir la vida. Tal y como señaló contundentemente un pastor una vez en una homilía funeraria: “Si no creyéramos en la vida después de la muerte, no seríamos diferentes de los perros que corren por las calles.” Sin embargo, una cultura laica es degradante para la sociedad porque en ella, después de la muerte no hay esperanza.

El Papa Juan Pablo II cita al Concilio Vaticano II: “Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.” Gaudium et Spes, # 31). Desde los inicios de los siglos del cristianismo numerosas generaciones han difundido los valores religiosos, espirituales y morales.

El domingo de la Pascua de Resurrección los católicos renovamos nuestra profesión de fe y se nos recuerda una vez más el obsequio definitivo de nuestra vida: nuestro bautismo. En ese momento crucial del bautismo se nos coloca en la senda que nos conducirá finalmente al Reino y a la inmortalidad.

Junto con el bautismo viene la responsabilidad de transmitir la Buena Nueva de Jesucristo y las enseñanzas de la Iglesia que brindan esperanza a nuestro mundo. Esta es nuestra misión cristiana. Compartimos esta responsabilidad dependiendo del papel particular que desempeñemos en la vida.

No sólo los sacerdotes son responsables por transmitir la misión de la Iglesia a nuestra sociedad. Los padres son responsables por la crianza católica de sus hijos. Los abuelos y padrinos les ayudan. Los catequistas y maestros también comparten la responsabilidad con los padres quienes les confían a sus hijos para recibir instrucción y formación religiosa. Los sacerdotes, con la ayuda de los líderes pastorales, comparten la responsabilidad de ser guías espirituales, especialmente poniendo a su disposición los sacramentos de la Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia nos habilitan y fortalecen para cumplir con nuestra misión compartida.

Los trabajadores y los profesionales cuentan con una oportunidad particular para infundir los valores cristianos espirituales y morales en sus lugares de trabajo. Por lo general esto sucede simplemente a través del ejemplo de vivir honestamente una vida cristiana de acuerdo a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia Católica. Esto exige un compromiso personal con la propia fe ya que implica dar testimonio con palabras y acciones, viviendo intencionalmente las virtudes cristianas espirituales y morales.

No hace mucho una mujer católica devota completó su misión bautismal y se retiró al Reino donde seguramente Jesús, María y José la recibieron. Alma Worthington, una afro-americana, vivió una vida larga y no muy sencilla. Era una parroquiana incondicional y creyente de la parroquia St. Andrew the Apostole [San Andrés Apóstol], cerca del norte de Indianápolis. Ella era lo que yo llamaría una evangelista natural de la fe. Ella era quien era, y eso quería decir, entre otras cosas, que era una mujer católica romana. Se empeñaba en colaborar para cerciorarse de que su iglesia y su parroquia vivieran de acuerdo a la doctrina de nuestra fe. De una forma respetuosa y muy directa, se aseguraba de que su arzobispo hiciera lo mismo.

Alma era una buena cocinera y ese era un aspecto privilegiado de su identidad. La mesa que ella sirviera se convertía en un lugar de evangelización, ya fuera en su casa o en cualquier otro lugar.

Allí, como en todos los demás lugares, su fe y sus dones naturales se combinaban de manera humilde. Creo que este es un buen paradigma para nuestra misión compartida. †

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